Es bien conocida la historia de Joanne Rowling, tratando de acabar una novela sobre un niño mago durante los peores años de su vida. El manuscrito fue rechazado, casi por reflejo, por un agente y más de dos editoriales una vez finalizado. Prefirieron ahorrarse el riesgo de imprimir un libro que, a su juicio, era demasiado complejo para el público infantil y que, además, llevaría el nombre de una mujer en la portada. Temían perder dinero y recursos, y cuando alguien aceptó publicarlo, el nombre de la autora siguió ofuscando el camino del joven Potter hacia las librerías de Inglaterra. Fue así como Joanne tuvo que convertirse en J.K. para poder ver su obra en una biblioteca. Un riesgo, sí, pero sazonado con los prejuicios centenarios hacia las mujeres y el valor de su trabajo que, a estas alturas, ya luce como una mancha imborrable en un expediente conductual.
El caso anterior nos demuestra algo que a muchos nos extrañaría en primera impresión: a pesar de los avances que se lograron durante el siglo pasado, los obstáculos para las escritoras han permeado en la sociedad incluso a puertas del nuevo milenio. Ahora, ya no hablamos de que no se vea potencial en un libro escrito por una mujer. Cabe pensar que, al menos en occidente, dicha convicción se ha diluido con el tiempo —autoras como Isabel Allende son la prueba viviente de ello—. Lo que sucede hoy en día es que aún hay gente que, por medio de internet, condena a todo tipo de personas, a partes iguales, por tópicos relacionados con una supuesta visión del mundo relacionada con tu género e implantada desde el nacimiento. Todo tipo de ataques provenientes tanto de creadores como de espectadores están a la orden del día. Siento como si el “arte” de ofender fuera el único en el que no se discriminan tus creencias, género o condición social siempre y cuando estés de acuerdo con su opinión.
Bueno, volvamos a lo importante: si algo he de admirar y respetar de aquellas mujeres de antaño es su astucia y resiliencia para lograr salir adelante y sacar a flote sus proyectos. Los hombres, al no haber enfrentado las mismas trabas, eran ajenos a la acción de ser minimizados por cuestiones de género. Ellas, en cambio, tenían que pensar mucho más que en la obra: cómo firmar, cómo publicar y cómo hacerse escuchar sin ser silenciadas de inmediato. Considero que eso basta para reconocerles una gran genialidad.
A continuación, quisiera expandirme en una pequeña reflexión. Aunque pueda parecer que me estoy desviando del tema por completo, te prometo que tiene mucho en común con algunos puntos que he puesto a colación hasta el momento.
Hubo una época en que las mujeres querían ser vistas, valoradas y escuchadas; un tiempo en que se ayudaban las unas a las otras, o en el que la clase obrera en general bregaba por un trato digno y un salario justo. No pensaban arrodillarse ante un sistema hegemónico y cruel que los veía como simples instrumentos para lograr un fin determinado. Dijeron basta y juraron cambiar su realidad, siendo leales a sus principios, creyendo siempre en lo que les parecía correcto.
¿A qué voy con esto? Bueno, en pocas palabras, nos hemos ido olvidando de ese ejemplo. Sucede que mucha gente en este momento, hasta donde puedo saber, prefiere librar una lucha interna en solitario, buscando una felicidad idealizada, totalmente desligada del bien común.
La necesidad de inmediatez ha influido en nuestra forma de pensar de maneras sutiles, aunque profundas. Esperamos que todo nos llegue en bandeja de plata: terminado, bonito y, de preferencia, rápido. Nos volvemos cada vez más individualistas y empezamos a ver a las demás personas como un medio para llenar una carencia material, en lugar de una fuente de consejos, compañía, apoyo o auxilio genuinos. En las relaciones personales, priorizamos cantidad sobre calidad: dinero, sexo, seguidores, visitas, likes… Ah, ya me iba olvidando de la Inteligencia Artificial, con la que no tienes que pasar horas investigando sobre algún tema.
Me parece curioso pensarlo así: en El Principito (1943), del autor Antoine de Saint-Exupéry, en el capítulo IV, se retrata a los adultos como seres superficiales que miden el valor de las cosas por medio de cifras —una casa es bonita por lo que cuesta, no por su comodidad, sus vistas o su historia—. ¿Es cosa mía, o los jóvenes hemos adoptado esa costumbre en la actualidad sin darnos cuenta?
Con todo esto, se nos acaba olvidando lo difícil que ha sido llegar hasta aquí, a una época en donde gente como tú o como yo tenemos acceso a infinidad de información y asuntos de interés común; donde se nos permite disfrutar de unos días o semanas de descanso, y donde las mujeres pueden, al menos, publicar un libro sin tener que ocultar su nombre y votar libremente. También olvidamos que ningún avance se ha logrado en soledad. Somos seres sociales, después de todo, y solo nos tenemos los unos a los otros.
Ni siquiera hace falta hablar a gran escala para entenderlo. Pensemos en lo vivido en el colegio, en el trabajo, con una pareja o un amigo; en ese informe o ensayo que no sabíamos cómo empezar. Queremos resultados rápidos, sin adversidad ni dolor, y no siempre estamos dispuestos a dar pelea si la situación lo amerita. Muchos prefieren evadir, ocultarse o ignorar. Tememos subirnos a la bicicleta sin rueditas y pelarse las rodillas. Es posible que tengas miedo. Yo también lo tengo; las editoriales, las grandes productoras de cine o los creadores de contenido lo tienen. Quizás hayas notado que últimamente se apuesta por lo seguro, a la nostalgia del consumidor o a la última tendencia de internet… por muy absurdas que estas puedan ser en ocasiones. En resumen: fracasar se ha vuelto un pecado, al igual que envejecer.
Es posible que todo esto de lo que intento hablarte —da igual si eres hombre o mujer— nos sirva para recordar que, si hemos avanzado tanto como especie, si hoy disfrutamos de cierta mejoría en el trato que recibimos en general (ojo, no digo en lo absoluto que estemos viviendo la mejor época de la historia), es porque hemos luchado por ello, unidos y de frente. No usamos ropa si nunca nos hubiéramos enfrentado al frío implacable de la última era glaciar, por ejemplo (eso, a la larga, también definió parte de nuestra identidad cultural). No habrían reducido las horas de trabajo ni se habría abolido el trabajo infantil si nadie hubiese alzado la voz. Basta con recordar los horrores de las guerras mundiales y anteriores, la devastación que nos obligó a firmar tratados y declaraciones, y a crear organizaciones.
Eso duele, lo sé. Es como fracturarse un hueso o abrirse la piel. Pero dime, ¿qué tan interesante puede ser una persona que no lleva ni una sola cicatriz, ni en el cuerpo ni en la mente?
A veces, veo la vida como una carrera de obstáculos constante, llena de preguntas raras y caminos inciertos. Otras veces es un tipo burlón y pedante con brazos gigantes al que quisiera darle un puñetazo. Mi favorito personal es un muro de escalada inestable, desde el cual te lanzan piedras y estiércol mientras tratas de subir. Si solo lo rodeas o ignoras, si te rehúsas a trepar, a esquivar los proyectiles, o te aferras al punto en el que estás por miedo a caer… ¿llegarás a la cima algún día? ¿Habrá más personas a tu lado intentando subir también? No es mi intención hacerte sentir mal, claro que no. Hablando desde mi experiencia, puedo decir que estar tan enfrascado en mi mundo interno de problemas y diatribas inconexas me ha impedido ponerme en los zapatos de alguien cercano que también trata de escalar ese muro.
Una vez escuché a alguien decir que la realidad es indiferente a nosotros. El universo se rige mediante leyes confusas fuera del control y entendimiento humanos: no cambiará tus hábitos alimenticios ni tu ritmo de estudio si te sientas a esperar a que lo haga por ti. Es pasivo, pero también impredecible: un día de estos puede explotar el sol o tragarnos un agujero negro y nadie se enteraría. Y cuando nos hayamos ido, seremos solo otro sistema que muere entre miles de millones allá afuera. Es tan obvio que resulta hilarante. Igual de hilarante el hecho de ignorarlo por completo.
David Escobar citó en su discurso de graduación (que muchos aquí en Skolmi escuchamos gracias a una actividad del aula de Orientación Vocacional y Profesional) un fragmento del Elogio a la dificultad, del filósofo y escritor colombiano Estanislao Zuleta. Léelo y saca tus propias conclusiones:
«Deseamos mal: en lugar de desear una relación humana e inquietante, compleja y perdible, que estimule nuestra capacidad de luchar y nos obligue a cambiar, deseamos un idilio sin sombras y sin peligros; un nido de amor, y, por lo tanto, un retorno al huevo. En vez de desear una sociedad en la que sea realizable y necesario trabajar arduamente para hacer efectivas nuestras posibilidades, deseamos un mundo de satisfacción, una monstruosa sala cuna de abundancia pasivamente recibida». (Zuleta, 1980, p. 16).
Por eso, más allá de un gran discurso motivacional, te dejaré formular tu propia reflexión. Tomar lo que saques de ello para tu vida diaria o tan solo llegar a un consenso personal sin mayor relevancia ya queda en tus manos.
En fin, antes de acabar este artículo, aún tengo una última pregunta para ti…
¿Recuerdas que esto empezó hablando de Harry Potter?







Me parece un excelente artículo,nos hace pensar y comprender,tratar de entendernos y de cambiar de la mejor forma nuestros pensamientos y acciones.
Me parece muy interesante,el articulo que escribio,tiene mensajes que realmente hace reflexionar.