Vivimos en tiempos donde lo único seguro parece ser que nada es seguro (sí, suena irónico, pero es la verdad). Basta con mirar alrededor: noticias que alarman más de lo que informan, cambios sociales que parecen no detenerse, crisis económicas que golpean a familias enteras y un ritmo de vida que va tan rápido que muchos apenas alcanzan a respirar. Para muchos jóvenes —yo incluido— pensar en el futuro se siente como armar un rompecabezas de 50 piezas teniendo solo 20 de ellas. Y surge la pregunta inevitable: ¿vale la pena soñar, planear, fijarse metas… cuando todo puede cambiar de un momento a otro, cuando lo único seguro es que nada es seguro?
En mi opinión, vivir sin propósito es más peligroso que las propias dudas. Quien no tiene dirección termina caminando en círculos, arrastrado por las modas, por las redes sociales o por las expectativas de otros. Y, sin darse cuenta, la vida se convierte en eso: una rutina automática. Estudiar, pasar de grado, luego trabajar, luego esperar a que “algo” emocionante suceda. Pero ese “algo” casi nunca llega solo: hay que salir a buscarlo, hay que moverse, activarse, empezar a vivir.
Ahora bien, ¿Qué significa vivir con propósito? No es tener un plan rígido ni controlar cada detalle del mañana (eso es imposible). El propósito funciona más como una brújula que como un mapa. Una brújula no te muestra cada camino, pero siempre señala el norte. Así mismo, cuando sabemos qué nos mueve —nuestros valores, talentos, sueños o la fe—, cuando identificamos ese norte, podemos cruzar cualquier tormenta sin sentirnos perdidos.
Un ejemplo simple: alguien estudia no solo para aprobar materias, sino porque quiere llegar a ser médico y ayudar a otros. Otro quizá escribe, pinta o compone música porque encontró ahí una manera de sacar lo que no puede decir con palabras. El propósito no tiene que ser gigantesco ni famoso. Basta con que tenga sentido para ti.
¿Y cómo empezar a vivir con propósito en medio de tanta confusión? El primer paso es detenernos (aunque cueste) y pensar qué cosas realmente importan, cuáles son esos momentos que nos hacen sentir vivos. Puede ser pasar tiempo con la familia, apoyar a un amigo que lo necesita, ser constantes en los estudios o dedicar tiempo a fortalecer la fe. Lo importante es que, al final del día, sepamos que nuestras acciones están conectadas con algo más grande que la rutina.
El futuro seguirá siendo incierto, eso no va a cambiar por mucho que uno quiera. La diferencia está en si vamos a vivir a la deriva o con dirección. Porque tener un propósito no significa evitar el caos o controlar todo, mas bien se trata de que, cuando miremos atrás, nos demos cuenta de que no fueron los grandes logros los que nos dieron sentido, sino la manera en que supimos avanzar con pasos firmes, incluso en medio de la tormenta.






