Tal como en cierto momento pensó, no hay persona más complicada que quien está revestida de paz aun en su incertidumbre; en su pasado, tendía a pensar que tal cosa tendría el mismo sentido que una rueda girando al revés. Sin embargo, desde el tiempo en que conoció a aquel hombre, comprobó que aquello era tan posible como verdadero. Cuando le conoció, cargaba con el yugo de la pérdida, embriagado de tristeza, mientras caminaba por las calles de casas humildes, con el corazón en la manga. Buscó la ayuda de quien gobernaba aquella ciudad; fue allí, a las puertas de una taberna, donde le encontró, de cuerpo ebrio y ojos sobrios. Esperando encontrar ungüento para su herida, se acercó al hombre, presentando su petición, esperando benevolencia; sin embargo, al contrario, se vio envuelto por el desprecio del hombre, provocando furia en su ser que poco después finalizó con una lucha a mano limpia en el lugar, en la cual él prevaleció. Después de aquel encuentro, sus encuentros fueron inexistentes; no obstante, tras el comienzo de la guerra años después, estos fueron constantes, aun si su malestar persistió. Contempló al hombre junto a él, de cabello cobrizo, que servía el té sobre las tazas de porcelana delicada: aquel que tanto le confundió desde su primer encuentro. Su mirada firme aún si en sus labios una sonrisa inclinada se mostraba.

—El té está servido, siéntase libre de tomarlo —ofreció el hombre de cabellos rojizos ligeramente, mientras se acostaba lánguido sobre la silla amoblada del patio, su mano dando golpes suaves al borde de la mesa de madera, en medida cadencia. El ruido corto y seco pregonando sus oídos de forma tan incómoda como constante, sin dejar espacio al silencio o el pulsante ánimo que les cubría como manto. Volvió a dirigir su mirada a la bebida, perfectamente puesta en la mesa que aún echaba vapor, tocando su nariz con calidez, a diferencia de su anfitrión, que se regía de temple tibio e insípido hacia el mundo y, en tanto, hacia él. 

—¿Qué pasa? —Bébalo, puedo asegurarle que no encontrará nada extraño, si es lo que le preocupa —reclamó el hombre hacia él, con la típica serenidad que constantemente usaba para punzar las heridas e inducir la cólera a quien se dirige. El mismo, de manera común, fue el blanco de aquel temple que aún caracterizaba al hombre a su lado, de tal manera en la que sus heridas convergieron en piel y la cólera en calma, aun si estas en su interior rozaban como la espina al dedo. Cerrando sus ojos, se vio invadido del familiar picor que en su mente, que pellizcaba sus nervios y tal vez la poca paciencia que parecía quedar en sus palabras ante las insinuaciones de sus acciones. 

—Nunca he pensado en tal cosa… —Instintivamente contestó, dejando al descubierto la leve irritación que le llenaba ante las suposiciones a las que este le adjudicaba. Si alguna cosa le pesó sobre el hombre, fue su habilidad de adjudicar intenciones pretenciosas sobre quienes le rodeaban, magullando los pechos de quienes aún pretendían tolerarlo por un bien mayor. Esta situación, tanto aciertos como problemas, les proveyó, desde los salones de pisos ilustrados hasta la tierra nutrida de carmesí en el campo de batalla; su escenario de actuación pareció nunca limitarse a los espacios que frecuentaban. 

—Si así lo afirma, entonces debería tratar de disimular su expresión. —El hombre declaró, recostándose en el respaldo de su silla curva, cruzando sus brazos con una sonrisa irónica que pintaba su expresión; sus ojos entrecerrados entre la burla y la leve amargura.  Al observar, estiró su brazo con dejadez, tomando la taza que se encontraba puesta a su lado, sin ninguna señal del vapor que momentos antes había salido de ella. Al tocar la taza, sus dedos sintieron la temperatura tibia que ahora componía al té, más acorde al hombre a su lado, que en aparente desgarbo observaba el panorama frente a ellos que contenía al sol en su seco resplandor y al cielo en su monótono azul.  

—¿Tienes algo que compartir conmigo? —le preguntó el hombre, esta vez tomando su taza y tomando brevemente del té en ella. Con destreza, el hombre señaló sutilmente su deseo de conocer la razón detrás de su presencia en su hogar. Tal como en el pasado, su perspicacia al desvelar razones ocultas no halló falta alguna; en todo caso, se manifestó con la precisión de un arquero que apuntaba a la verdad o a su necesidad a la falta de esta. Incómodamente, tomó nuevamente también el asa de su taza, jugueteando con sus dedos en ella, recordando de manera súbita la razón por la que decidió presentarse. El solo pensamiento se asentó como olas violentas en el mar de sus entrañas. Tomó un poco de aire, sujetando a su vez el asa de la taza en su mano. 

—¿Por qué tomó esa decisión? —le pregunto al hombre de ojos rojizos, tomando la valentía que se estremecía ante los hilos de sus dudas y las posibles culpas que se clavaban en su cuerpo como una astilla a la piel, las cuales no sangraban aun si incomodaban. No procuraba dar sus disculpas, mucho menos sus pesares; sin embargo, tampoco pretendía descoser la cicatriz que formó en su pecho, tanto de su parte como de unos pocos más. Tomó un sorbo del amargo té, sintiendo un fugaz dulzor en su lengua y los rastros de una insípida hoja. Dirigió su mirada hacia el hombre de ojos rojizos, quien en contada indiferencia o desasosiego miraba hacia al frente, sin leve parpadeo o ceño ante su pregunta. 

—¿Cuál decisión? —Su anfitrión le replicó, continuando con su observación al frente, bebiendo otro sorbo de la taza que sostenían sus manos largas. Ante la acción, tocó nuevamente la punta de su taza, jugando con ella, con los bordes curvados, dorados, similares a las copas de la antigua mansión a la que el hombre pertenecía, abundante del oro que encarnaba el sol y los viñedos del más dulce vino, sus colores reflejantes en lo que fue su armadura y espada con las que marchaba al campo de batalla. Soltó un breve suspiro de su boca ante el recuerdo y la necedad del hombre, que marcó su encuentro con el hierro ardiendo. 

—Sabe bien a cuál me refiero —afirmó el hombre, señalando su conocimiento sobre aquel asunto que tanto pretendería esconder bajo la alfombra de un sacrificio no pedido, aun si este garantizó su vida y la de pocos más bajo el mando de un nuevo hombre y mundo. Dudaba poseer quejas por la decisión que el hombre tomó, puesto que él mismo se benefició de tal acción, junto a quienes él también apreció; no obstante, no negaría que, ante el conocimiento de la decisión, su moral se deshacía como el papel en el agua. Haciéndole parecer que la hipocresía corría en su sangre y la de quienes alguna vez rodearon al hombre sentado a su lado; en cierto modo, le apresaba el cuello y la nueva vida que frecuentaba. 

—…afecto, aprecio o un poco más; aún no lo comprendo, espero que eso le baste para satisfacer su curiosidad —respondió su anfitrión, cerrando sus ojos y apoyando sus codos en las puntas de sus rodillas. Seguía observando el panorama, con una leve sonrisa de amargura colgando de sus labios, tan indiferente como pretendía ser y tan sincero como el sacerdote que guio los rezos al morir.  Ante aquellas palabras, con incomodidad se dejó caer contra el espaldar áspero de su silla, contemplando las tazas vacías en la mesa, con sobras secándose en su superficie. No concebía sentimiento alguno, más que la burla que se arremolinaba en su pecho ante la respuesta, o las punzadas del coraje de aquella noche en aquella taberna. Se sentía agraviado, bajo el peso de su culpa e impotencia ante la verdad, que escrita en piedra apedreaba su conciencia. Soltó un suspiro,  sintiendo su mente balancearse entre la antigua contienda y la verdad presente.