Mi vista se nubló un poco hasta quedar oscura.
Tal vez del cansancio… o tal vez porque mi mente, por un segundo, decidió irse a otro lugar.

Al abrir los ojos, la lluvia seguía cayendo en mi paraguas. Tenía ese sonido de las gotas chocando contra el forro, que era tranquilizante y además me indicaba que faltaba mucho para que la lluvia parara.

Mis pies se siguieron moviendo hacia un lugar que me daba seguridad y calidez. Llegué a la puerta mirando al piso. Estaba el tapete con la palabra «Welcome», se veía tan limpio que no tuve el valor de pisarlo.

Abrí la puerta. Al fondo un sillón, grande, más grande de lo que jamás pensé que tendría para pagar. Caminé hacia el mueble con un cansancio que pesaba en mis hombros, antes de ver una guitarra a mitad de camino, bien cuidada, apoyada contra la pared. Me importó poco y seguí caminando.

Me senté en el mueble, poco a poco me recosté. Sentí algo incómodo. Busqué con mi mano bajo mi espalda. Sujeté algo metálico, un gancho de pelo. Mi mamá lo solía usar. Lo mantuve en mi mano, jugando con este, y cerré los ojos.

Al abrirlos —esta vez, de verdad— y volver a la monótona realidad, tenía al frente mío un computador. Había ruido, la luna entraba por la ventana y había gente alrededor. Uno de ellos me agitaba, diciendo algo que no entendí hasta que dijo la palabra trabajo. Me reincorporé completamente, estirando las manos con el gancho entre mis dedos.

Extraño mi casa.