Esas partículas finas molestan, causan alergia, ensucian los lugares y viajan por el aire libremente. Sin embargo, solemos pasarlas por alto porque en su mayoría son simples restos de tierra, polen, ropa o ácaros que, en general, no representan un gran peligro para los seres vivos.

Con los microplásticos la historia es distinta: se parecen a esas partículas finas, pero son mucho más preocupantes.

Se llaman así porque son fragmentos de plástico muy pequeños, casi invisibles. La mayoría no supera los 5 milímetros, según la NOAA (National Oceanic and Atmospheric Administration). Los más diminutos apenas alcanzan 1 micrómetro, similar a una bacteria. Igual que esas partículas finas, entran en nuestro cuerpo por la nariz o la boca y viajan sin problema por el aire. Pero, a diferencia de ellas, son 100% artificiales y es muy difícil eliminarlos del organismo o evitar su inhalación.

Los residuos plásticos provienen sobre todo de objetos de un solo uso: vasos, botellas, cubiertos, bolsas, pitillos, globos, empaques de comida, cosméticos, artículos de pesca, entre muchos otros. Dependiendo del material y del ambiente, tardan entre seis meses y cien años en degradarse. Casi siempre terminan en mares y océanos, transportados por el viento, la lluvia o por quienes los desechan irresponsablemente en la naturaleza.

Según Greenpeace, alrededor del 79% del plástico mundial acaba en vertederos o en el medio ambiente. Allí, la radiación del sol y el oleaje lo van fragmentando hasta convertirlo en microplásticos.

No hace falta ir muy lejos para encontrarlos. El viento y las tormentas arrastran desechos a ríos, playas y bosques, así que prácticamente caminamos sobre microplásticos todo el tiempo. No solo respiramos: también llegan a nuestra comida. Cuando se dispersan en el océano, los peces y crustáceos los ingieren y luego terminan en nuestra mesa. Se calcula que una persona puede llegar a consumir entre 39.000 y 52.000 partículas al año.

En los ecosistemas terrestres pasa algo parecido: las abejas los recogen de las flores o se les adhieren al cuerpo, y después terminan en la miel. También se han encontrado en cultivos y ganado, lo que significa que frutas, verduras, leche, carne y huevos están contaminados.

¿Y los humanos? Tampoco nos libramos. Se han detectado microplásticos en el aire, en el agua embotellada e incluso en la sangre y la placenta. Es decir, los llevamos dentro desde antes de nacer. Aunque todavía no se sabe con exactitud cómo nos afectan, estudios apuntan a posibles daños celulares, inflamaciones y alteraciones hormonales.

La situación es seria, pero no imposible de revertir. Como pasa en muchos problemas ambientales, todo empieza en nuestros hábitos de consumo. ¿De verdad necesitamos seguir comprando botellas de agua desechables? ¿Por qué no usar termos o bolsas de tela en lugar de las de plástico? Son acciones pequeñas, pero si millones las hacemos, la diferencia sería enorme.

La ciencia sigue investigando, las organizaciones ambientalistas alzan la voz y los gobiernos han comenzado a prohibir algunos plásticos de un solo uso. Sin embargo, lo más importante es la conciencia ciudadana. Porque  aunque los microplásticos están en todas partes, no significa que tengamos que resignarnos. Al final, nosotros los producimos, y también depende de nosotros frenar esta invasión silenciosa que se ha convertido en una amenaza omnipresente.