Artes diferentes, manifestaciones separadas, convivencias que, para muchas personas, parecen lejanas, como si vivieran en otro plano, encerradas en lo que, desde mi perspectiva, es elegir habitar el descontento. Pero la música no es solo un arte que suena bonito. Es —o puede ser— un grito, un pulso que nace de adentro, de almas que buscan manifestar, descubrir y experimentar una forma visceral de decir lo que a veces no sabemos cómo poner en palabras, y preferimos dejar a la interpretación. Algo que sentimos y que cada quien vive a su manera. En ese sentido, se parece más a la política de lo que solemos admitir.

No hace falta tener una ideología definida para comprenderla; al fin y al cabo, no es necesario vivir agobiado por la política ni comprometerse con una única visión. En última instancia, tanto la música como la política emergen del mismo lugar: de la urgencia por expresarse, por ordenar el caos, por dar voz a quienes no tienen cómo o no se atreven. Una lo hace mediante discursos; la otra, a través de acordes, silencios… y ruido también.

Esto no es ninguna novedad. En muchos países europeos, por ejemplo, la música fue fundamental durante los procesos de independencia. En República Checa, sin ir más lejos, músicos talentosos aportaron más que notas: ofrecieron identidad, resistencia, sentido de pertenencia. Le pusieron melodía al espíritu de un pueblo.

La música no pide permiso. No requiere mayoría, votación ni decreto. Existe por su propia fuerza. Y eso, en realidad, nos ofrece muchísimo:

  • Nos impulsa a cambiar.
  • Nos invita a mirar desde nuevas perspectivas.
  • Nos confronta con realidades que no siempre queremos ver.

En efecto, la música es consuelo, pero también es protesta. Es memoria, revolución. Donde la política se enreda en tecnicismos, la música irrumpe con sus instrumentos, como quien entra a un congreso a gritar lo que nadie se atreve. Donde el poder se encierra en oficinas, la melodía se filtra por los barrios, los cuerpos, las plazas.

A veces, la política parece ese espectador que asiste a un concierto y se sienta en primera fila… pero con tapones en los oídos. Le molesta el ruido, no por su volumen, sino por su significado. Se incomoda. Se tapa. Prefiere ignorar los tambores que marcan el pulso del pueblo. Se sienta, pero no escucha. Mira, pero no ve. ¿La próxima vez volverá a sentarse? Quizá sí. Aunque no necesariamente querrá entender. A menudo, elegimos oír solo lo que nos acomoda, no lo que nos desafía.

Como si la música no le hablara también a ella. Como si no la desnudara igual.

Y sin embargo, hay momentos en que no puede evitarlo. Cuando una canción se vuelve himno, cuando una letra sacude más que cualquier discurso… ahí la política ya no puede fingir sordera.

Al final, ambas —la música y la política— nos recuerdan algo que a veces olvidamos: quiénes somos… y hacia dónde podríamos ir.