Hay libros que no se leen, se escuchan. Que no avanzan con los ojos, sino con el ritmo del pecho. ¡Que viva la música! no se acomoda a las normas del lenguaje ni de la vida: se arrastra como un cuerpo desobediente, como una canción que no termina de apagarse. Andrés Caicedo no escribió una novela, escribió una fiebre.

La Mona camina por Cali como quien se quita la piel. Una muchacha rubia que se va deshaciendo del mundo que le dieron, y va tallando el que desea a punta de música, sudor y calle. Se parece más a un incendio que a una protagonista. No pide permiso, se lanza.

Y es que a veces una también se siente así: como la Mona. No literalmente, pero sí en esa urgencia de soltarlo todo, en esa hambre de ciudad, en el rechazo visceral a los bordes donde se le prohíbe ser. En el placer de salir del mapa. Hay días en que caminar por la ciudad se parece a tocar una canción que nadie más entiende, pero igual suena. Y una baila. Porque detenerse sería más peligroso que avanzar sin rumbo.

“Estoy perdida, soy otra”, dice ella (Caicedo, 2003, p. 132). ¿Y quién no se ha sentido así alguna vez? Extraviarse puede ser una forma de renacimiento. De sacarse de encima las etiquetas, los nombres, las obligaciones heredadas. De reír con desconocidos y llorar en estaciones. De llenar los pulmones de ruido para acallar las voces que mandan callar.

La Mona se llena de música hasta el cuello porque necesita no pensar. Porque hay dolores que solo se entienden a través del ritmo. Porque hay preguntas que no se responden, solo se bailan. “La música me salvaba la vida a cada instante”, dice (Caicedo, 2003, p. 13). Y no es exageración. Hay días en que lo único que sostiene es una canción sonando a lo lejos, una marimba que se cuela entre buses, un saxo roto que se funde con las sirenas. Es el consuelo del caos.

Y ese mismo caos, tan espeso en la novela como en la ciudad, también se instala en el cuerpo. Porque a veces, sin saberlo, una también es calle, es bocina, es tumulto. El desorden no solo está afuera: también hace ruido por dentro. Y cuando eso pasa, las ganas de fiesta y baile no se piden, se imponen. Se vuelven necesidad. El ritmo toma decisiones por una. Se cuela entre las grietas del deber y convence al cuerpo de que vivir vale más que cualquier otra cosa.

En su historia no hay moraleja, no hay redención, no hay un regreso a casa. Hay huida, deseo, destrucción, pero también una honestidad brutal. Caicedo nunca quiso disfrazar la vida. La dejó cruda, como una herida abierta. Y eso es lo que vuelve a esta novela tan ferozmente real: su capacidad de retratar el vacío sin adornarlo.

Una se ve en la Mona no por lo que hace, sino por lo que provoca. Porque encarna la contradicción de quererlo todo y no saber cómo sostenerlo. Porque hay momentos en que amar también asfixia, en que seguir las reglas cuesta más que romperlas. Porque una también ha querido gritar que no se deje atrapar, que el amor sin libertad no es amor, que hay despedidas que no duelen porque son salvavidas.
¡Que viva la música! no se entiende con la cabeza, se siente con el cuerpo. Es una oda al error, a la intensidad, a la ciudad como escape y laberinto. Es una forma de habitar el desorden sin miedo. Y sí, a veces una también se siente como la Mona: sin dirección, pero con fuego en los pies. Y eso basta.

Caicedo, A. (2003). ¡Que viva la música! Bogotá: Editorial Norma.

The sound of strangers sending nothing to my mind

Just another mad mad day on the road

I am just living to be lying by your side

But I’m just about a moonlight mile on down the road  – 

  • Moonlight Mile

          The Rolling Stones