No todos los dolores nos duelen igual. A veces no porque uno sea más grave, sino porque algunos nos resultan más cercanos o fáciles de ver. Otros, más incómodos o feos, los ignoramos sin querer. Nos conmueve una guerra repetida en los noticieros con violines y discursos heroicos, pero olvidamos las crisis que llevan décadas destruyendo pueblos en silencio, sin titulares ni trending topics. Según el Informe Anual sobre Crisis Humanitarias Olvidadas de CARE, países como República Centroafricana, Burundi o Camerún sufren violencia, hambre y desplazamientos sin casi atención internacional.

Nos duele un video viral de un perrito abandonado, pero evitamos a la persona sin hogar que nos pide ayuda en la calle. La pobreza visible nos obliga a enfrentar un sistema que falla, del cual somos parte. Compartimos causas lejanas, lloramos tragedias europeas o de Medio Oriente, pero cuando la miseria toca la esquina, bajamos la mirada. En redes hablamos de justicia, pero votamos por quienes recortan subsidios y estigmatizan barrios pobres. ¿Nos duele realmente el sufrimiento, o solo el que no nos desordena la vida?

Vivimos en una sociedad que decide quién merece compasión. Un refugiado europeo es un héroe; un inmigrante africano, un “ilegal”. En 2022, medios como BBC o The Telegraph causaron polémica por describir la guerra en Ucrania como “civilizada”, con “gente de ojos azules y piel clara” (The Independent). Como si el valor de una vida dependiera del color de piel.

A los pobres se les exige sufrir “correctamente”: sin tatuajes, sin “vicios”, con ropa humilde pero presentable. Si no, se los culpa: “algo habrá hecho”. Los medios a menudo construyen un relato donde el pobre no es víctima, sino amenaza. Titulares como “Los manteros vuelven a ocupar la Rambla” (El Mundo, 2023) o “Los menas siembran el caos” (ABC, 2021) alimentan ese imaginario.

Las causas que triunfan son estéticas, exportables: niños sonrientes, animales tristes, campañas con colores pastel. Pero cuando la pobreza huele, incomoda o rompe la armonía urbana, preferimos mirar hacia otro lado. La empatía no debería depender del aspecto, el idioma o el comportamiento. Si solo te conmueve el dolor que no incomoda ni exige, no es empatía: es consumo emocional.

Ser compasivo de verdad implica mirar lo que nadie quiere ver, escuchar lo que incomoda y acompañar sin esperar reconocimiento. La compasión real no busca likes ni buena imagen. Sin ella, perpetuamos un mundo que reparte humanidad según criterios de utilidad, apariencia o nacionalidad.