A veces las memorias llegan. Es normal, me alegro de las oportunidades en mi camino y aprecio la paz y la felicidad de cada momento —pensó para sí misma—. ¿No puedes dejar de estar nerviosa, verdad, Jasmine?… Relájate… Además, me alegra compartir mi historia.
Una sonrisa se le escapó.
—¡Hola! —Empezó a hablar el entrevistador—. Soy Matthew, bienvenida.
—Buenos días —respondió formalmente Jasmine—. Qué gusto estar aquí.
— El gusto es nuestro. Bueno… — El entrevistador abrió una pequeña libreta poniendo un lápiz sobre esta para después mirar a Jasmine —. Comencemos con una presentación, ¿Te parece?
— Mi nombre es Jasmine Rodríguez, soy actualmente enfermera profesional. Hija mayor de dos, mi hermano menor es Samuel, y vivía en la ciudad Narre del país Ravema.
— Gracias, Jasmine, ahora cuéntanos un poco de esa experiencia cuando se desató el conflicto armado en tu zona.
— Fue como un día normal. Salí temprano para la universidad, como de costumbre. Caminaba por la calle cuando mi celular timbró. —Jasmine hizo una breve pausa, como si el sonido del teléfono no la hubiera abandonado—. En Narre no era fácil enterarnos de lo que pasaba fuera de allí. Al ser una ciudad apartada, con caminos difíciles y poco acceso, uno no imaginaba que el peligro había entrado. Esa llamada… fue el primer indicio de que algo no estaba bien —tragó saliva antes de continuar—. Y entonces, escuché los primeros disparos, no tan lejos como me hubiera gustado. Contesté la llamada de mi madre, apenas pronunciando palabras mientras volvía a mi casa corriendo. En cuanto toqué la puerta, mi madre me metió en la casa y cerró las cortinas y ventanas. Me dijo que hombres armados, fuerzas al margen de la ley, acababan de pasar en una camioneta gritando que el lugar era de ellos.
Era normal que muchos tuvieran que pagar extorsiones… pero ahora habían entrado a la ciudad. Mi hermano dormía plácidamente, yo solo temía una cosa: su insulina, que no tuviera suficiente, en los siguientes días.
Supimos que el Ejército Nacional llegó cuando los tiros se escucharon. Los tiros de la colina se escuchaban varias veces a la semana. El silencio me hizo extrañar las voces de la gente en la calle, las motos cruzando, niños riendo afuera.
Mi madre intentaba mantenerse fuerte, pero a veces la notaba callada, como si pensara en todo lo que podía salir mal. Yo trataba de no mostrar miedo por Samu, pero por las noches me costaba dormir pensando qué pasaría si no conseguíamos su medicina. Y Samu… él entendía poco, pero sentía el miedo en el ambiente, por más que intentábamos ocultarlo.
Los días dejaron de ser claros, ya no sabía si era jueves o domingo, eso no importaba en ese momento.
Intenté que mi hermano obtuviera sus medicinas, pero eso era imposible. En unos días la insulina se acabó. Con mis estudios de enfermería sabía perfectamente lo que pasaría. Mi madre y yo nos quedamos en la casa para cuidar a mi hermano; nadie salía, por miedo.
La luz y el gas se iban constantemente, no podíamos bañarnos ni lavar los platos bien. Usaba el agua para mi hermanito, Samuel. Le decimos, Samu.
Estaba con la radio encendida esperando si decían algo, con mi hermano en mi regazo, dormido, flaco, pálido, hace dos días no tenía insulina. Entonces por la radio escuché: «Van a abrir un corredor… vendrá la Cruz Roja… dicen que vienen con la ONU». Nadie creía, incluso mi mamá. Ya habíamos escuchado promesas de terminar la guerra, crear escuelas, justicia, pero nada sucedía. Nadie cree cuando las promesas arden como los edificios y las casas. Todos habíamos perdido esperanzas, pero yo solo pedía que, esa vez, fuera real. Por Samu.
Pero vinieron.
Escuchamos camiones con el símbolo de la Cruz Roja, pesados y grandes. Todos miraron eso como si vieran fantasmas. Cuando permitieron pacientes y evacuación, yo no dudé mucho y cargué a mi hermanito. Lo levanté rápidamente, pesaba menos de lo que debería, lo rodeé con mantas y bajé los pisos y caminé.
El lugar era un hospital improvisado, sencillo, pero lleno de esperanza. Habían adaptado un gran salón con camillas, mantas apiladas en las esquinas y cajas de medicina abiertas. Algunos escribían y organizaban a las personas; otros daban indicaciones mientras el murmullo de las conversaciones llenaba el aire. Entre el ruido, veía abrazos, escuchaba oraciones susurradas, y también llantos. Yo estaba entre ellos, pero esta vez lloraba de felicidad.
Alguien atendió a Samu, lo analizó y lo miró.
—¿Diabetes tipo 1? —Me preguntó. Asentí porque mi voz se rompería si hablaba. Mi madre me abrazó.
La doctora analizó e inyectó a Samu, después dijo:
—Va a estar bien si lo llevamos ahora—; se refería a la evacuación. Después me preguntó a mí y a mi mamá: —¿Ustedes vienen también?
Mi madre asintió.
Yo, en cambio, miré a mi alrededor. Una mujer mayor con el hijo de su hija muerta en brazos; el carnicero, Omar, quien me había dado pan para ayudar a Samu, que estaba con fiebre en una camilla.
Miré a mi madre de nuevo y agarré su mano y negué con la cabeza. Ella me agarró de los hombros y me preguntó por qué no iría. Era simple: —Soy enfermera, siempre lo seré.
Una enfermera, llamada Rosa, sonrió con dulzura y me vio a los ojos y asintió. Antes de irse, agachó un poco la cabeza y se fue. Después de eso, Rosa me orientó. Me decía cosas como: —Aquí no se necesita valentía perfecta. Solo manos que no tiemblen demasiado y un corazón que no se apague.
Así fue como me quedé en mi pueblo para ayudar. El final del conflicto llegó, gracias a las negociaciones, y volví a casa y vi a Samu mucho mejor. Y ahora estoy aquí compartiendo mi historia.
El entrevistador le dio una sonrisa cálida mientras bajaba su libreta.
—Jasmine… Gracias por confiar en nosotros y contarlo. Sé que no debe ser fácil revivir todo eso.
Jasmine dio un suspiro corto y bajó la mirada a sus manos con una pequeña sonrisa.
—No, gracias a ustedes. En serio… —se aclaró la voz, un poco nerviosa—. Esto fue muy importante en mi vida, me alegra compartirlo, aunque aún me cuesta ponerlo en palabras. Gracias…
Fin.






