Ver sufrir a alguien que amas es una de las experiencias más desgarradoras de la vida. Es como ver el tiempo deshacerse entre las manos, como gritar internamente sin que nadie escuche. Uno se siente impotente al ver cómo esa persona que un día fue fuerza, risa y vida… ahora lucha, segundo a segundo, por respirar, por resistir el dolor, por no rendirse. Es una batalla silenciosa que parte el alma en mil pedazos. Y aunque se desea sostenerlo todo, llega un momento en el que sólo puedes estar ahí: acompañar con la mirada, con las manos, con el corazón hecho trizas.

Con el paso del tiempo, llega aquello que tanto se temía: el adiós. Ese último suspiro marca un antes y un después. Es como si el mundo se detuviera, como si todo el ruido desapareciera y solo quedará el eco del vacío. Lloras. Tiembla todo dentro de ti. Y aunque sabías que podía pasar, nada te prepara realmente para esa sensación tan profunda de pérdida.

Sin embargo, cuando el llanto se calma y la realidad comienza a tomar forma lentamente, aparece algo nuevo: la paz. No es una paz que nace de la ausencia del amor, sino de la certeza de que esa persona ya no sufre. Que finalmente descanses. Que el dolor, la incomodidad y el cansancio ya no lo tocan. Y eso, de alguna forma, consuela.

A veces, cuando reflexiono sobre ello, me pregunto: “¿Fui insensible por desear el fin de su sufrimiento de esa manera?” Verlo en ese estado me llenaba de tristeza, y perderlo aún más. En esos momentos de angustia, solo podía clamar: ¡Dios, ayúdame!.

Con el paso de los días, comienzan a regresar los recuerdos: las risas compartidas, los abrazos sinceros, las visitas inesperadas con mi chocolatina favorita, los regalos sencillos pero llenos de amor. Y entonces me inunda un sentimiento extraño, especialmente al pensar en ese instante que Dios me dio para despedirme… y que no supe cómo aprovechar. Cada conversación se transforma en un tesoro que ahora atesoro con el alma.

Aunque la ausencia duele, también se siente amor. Un amor que no se fue con su cuerpo. Un amor que permanece, que respira conmigo, que me acompaña en cada paso. A veces aparece en una canción, en un aroma, en un sueño. Y en esos pequeños instantes, comprendo que no se ha ido del todo.

Con el tiempo, uno entiende que perderlo fue un dolor inmenso, pero dejarlo ir también fue un acto de amor. Porque cuando alguien a quien amas descansa, tú también comienzas a descansar poco a poco. A sanar lentamente, con cada lágrima que ahora cae no desde la rabia, sino desde el amor.

Hoy, entre el dolor y la nostalgia, puedo decir que ya son 3 años desde tu partida, que aunque ya no estés físicamente al lado mío, te recuerdo con mucho cariño y no solo a ti si no aquellos que también se fueron y tuvieron parte de mi corazón lleno de alegría, que aunque ya no están y me sienta nostalgia a veces llega ese momento en que hay paz. Porque el amor no muere, solo cambia de forma. Y aunque sus ausencias aún me duelen, sus descansos… me dan alivio.

“El dolor de la pérdida es el precio que pagamos por amar.”
— C.S. Lewis