El ser humano siempre se ha destacado por su capacidad de mejorar y evolucionar. Somos de las pocas especies que buscan constantemente la manera de hacer su vida más sencilla. Ese proceso, visto desde fuera, puede parecer una maravilla que solo trae cosas buenas, y en parte lo es. Sin embargo, no ocurre por arte de magia: la mayoría de las veces requiere una enorme cantidad de ensayo y error. Tomemos un ejemplo muy conocido: solemos decir que Newton descubrió la gravedad al ver caer una manzana, pero en realidad aquello fue solo una chispa, el inicio de un largo camino de investigación que le permitió comprender y formular el fenómeno que tanto le inquietaba.

El progreso puede aplicarse a cualquier ámbito que pensemos, y entre ellos se encuentra la investigación farmacéutica. Allí, los avances buscan curar, controlar o al menos aliviar enfermedades. Pero nada de esto sucede al primer intento. Cada fármaco debe pasar por numerosos ensayos para comprobar su seguridad antes de llegar a las personas. Como es comprensible, existen leyes internacionales que limitan el uso de seres humanos en pruebas experimentales; por eso, muchas veces se recurre a animales. Ratas y conejos son los más utilizados, pese a la existencia de regulaciones y tratados que intentan protegerlos. Según el periódico El País, en España se emplearon unos 793.000 animales en 2017, un 13 % menos que el año anterior y un 43 % menos que en 2009. Aunque las cifras muestran una disminución, siguen siendo cantidades enormes de vidas sacrificadas. Como respuesta a esta situación, han surgido alternativas como los cultivos celulares, que permiten probar medicamentos directamente en células humanas o animales sin causar dolor ni muertes.

Este es, quizás, uno de los casos más “suaves” en los que el progreso roza la autodestrucción, pues al menos existe una conciencia global que impulsa el cambio. Pero hay otros ejemplos mucho más crudos. con solo pensar en ciertas comunidades africanas, donde poderosas empresas obligan a los habitantes a trabajar en condiciones inhumanas dentro de minas de oro o diamantes. más de doce horas bajo tierra, sueldos miserables y un miedo constante dejan marcada la vida de estas personas. Lo más triste es que esta realidad no es nueva: ha sido una práctica común durante décadas, y aunque gobiernos y organizaciones internacionales la conocen, no se hace mucho para detenerla. Al contrario, muchas veces grandes compañías extranjeras se enriquecen con estas actividades, mientras las comunidades locales apenas sobreviven.

Es posible avanzar sin caer en la autodestrucción, pero para lograrlo hacen falta responsabilidad, ética y reglas claras que se apliquen en todo el mundo. El progreso no debería consistir únicamente en innovar, sino en hacerlo sin dejar víctimas a su paso. La vida de cada ser, el cuidado del medio ambiente y la justicia social deberían estar en el centro de cada avance. La pregunta que queda es difícil: ¿estamos, como sociedad, dispuestos a sacrificar a unos para mejorar la vida de otros? No existe una respuesta que deje satisfechos a todos. Lo único seguro es que el progreso, de forma balanceada, puede ser la clave para evitar que la humanidad siga destruyéndose a sí misma. Tal vez, si aprendemos a avanzar con equilibrio y sin destruir todo, logremos al fin esa estabilidad que siempre hemos buscado.