Quisiera comenzar este texto con una pregunta aparentemente simple: ¿Qué es una banana? Según la Real Academia Española, el plátano es una “planta musácea”. Una definición breve que parece insuficiente para dar cuenta de la riqueza simbólica de este fruto. En efecto, la banana no solo es un alimento rico en potasio, sino también un producto que refleja la capacidad humana de intervenir en la naturaleza en beneficio propio. Las variedades que hoy conocemos, como la extinta Gros Michel y la vigente Cavendish, son el resultado de siglos de domesticación y selección artificial.

Pero, más allá de su dimensión biológica, cabe preguntarse: ¿Qué significa una banana en nuestras vidas? ¿Por qué puede cautivarnos un fruto aparentemente común? Estas preguntas adquieren relevancia si recordamos un acontecimiento que suscitó un intenso debate en torno al arte contemporáneo: la aparición de una banana pegada a la pared.

El filósofo Arthur Danto señalaba que una obra de arte no puede definirse únicamente por sus cualidades materiales, sino también por el contexto, la intención del artista y la interpretación que suscita. La célebre banana adherida con cinta en una galería no fue solo un objeto: fue un detonante de polémicas y reflexiones. Muchos espectadores reaccionaron con incredulidad: “¿Esto es arte?”. Otros, en cambio, celebraron la propuesta con entusiasmo. En ambos casos, la obra cumplía su cometido: provocar.

El fruto encintado, la Cavendish en cuestión se convirtió en un espejo. Reflejaba tanto la incredulidad de quienes consideraban el arte contemporáneo como una exageración conceptual, como la solemnidad excesiva de quienes pretendían otorgarle un significado trascendente sin comprenderlo del todo. Así, la banana parecía reírse de ambos bandos, recordándonos que el arte también puede ser absurdo, irónico y, en última instancia, un juego.

La pregunta persiste: ¿Qué representa esa banana? Podría entenderse como símbolo de la domesticación humana de la naturaleza, como crítica a la mercantilización del arte, como metáfora política de un objeto “sometido” por la cinta adhesiva, o incluso como una alegoría de la censura y el tabú alrededor de ciertos discursos. La polisemia es deliberada: cualquier intento de explicación, llevado al extremo, se torna absurdo.

Precisamente ahí radica la fuerza de la obra. La banana nos confronta con nuestra necesidad de encontrar significados, de racionalizar incluso lo que carece de lógica. Al hacerlo, pone en evidencia nuestra condición humana: criaturas que buscan sentido, aunque este no siempre exista. El Comediante, título de la obra, alude a esa dimensión lúdica y paródica.

Podría concluirse, entonces, que la banana pegada en la pared no es únicamente una provocación estética: es una invitación a reflexionar sobre la seriedad con que nos tomamos el arte, sobre el deseo de interpretar lo interpretable, y sobre la contradicción de considerar ridículo lo que, en el fondo, está diseñado para ridiculizarnos a nosotros.

En última instancia, no es más que una banana. Pero, como símbolo, es también mucho más: un recordatorio de lo absurdo de nuestra propia existencia y de la risa que, inevitablemente, acompaña a toda búsqueda de sentido.

En el nombre de Gros Michel, de Cavendish y del potasio, amén.