Desde niños nos preparan para muchas experiencias dolorosas: una ruptura amorosa, la muerte de un familiar o incluso el fin de una etapa. Sin embargo, casi nadie nos habla de lo que implica perder una amistad. Jamás nos advierten del instante en que aquella persona que alguna vez consideramos familia —un hermano de otra madre, el posible “tío honorario” de nuestros hijos— deja de estar. Y, con frecuencia, la relación se interrumpe sin una despedida clara; a veces las cosas se vuelven más complejas de lo que imaginábamos y se acaban sin ningún aviso.

En ocasiones, es un malentendido lo que rompe el vínculo. Algunas amistades desaparecen en silencio, sin dramas, sin peleas. Otras terminan con un punto final que nadie veía venir. Y en ocasiones, ni siquiera hay un motivo concreto: solo queda esa sensación amarga de que la conexión se ha ido.

Aunque tendemos a pensar que las relaciones de pareja son las únicas que requieren un duelo, suceden cosas distintas cuando se pierde un amigo. A menudo, al terminar una relación sentimental, vivimos un duelo: lloramos, pasamos noches sin dormir y nos. En cambio, cuando se acaba una amistad, muchas personas guardan silencio, casi como si no doliera igual. Como si no estuviéramos perdiendo a alguien importante. Como si no tuviéramos derecho a sentirnos tristes por ello.

Pero sí duele (y vaya que duele). Porque un amigo no es solo alguien con quien compartías los ratos libres. Es alguien que te conocía, que te apoyaba, que formó parte importante de tu historia. Perderlo, por la razón que sea, deja un vacío real. Y créanme: ese vacío no se llena de la noche a la mañana. ni con un simple “todo pasa”. Esa herida exige tiempo y reflexión, porque, en el fondo, no se trata de reemplazarlo, sino de aceptar que ciertos capítulos llegaron a su final.

Con el tiempo, algunas amistades cambian. Las prioridades se desvían, las metas cambian, el enfoque de la vida toma otro rumbo. Y aunque duela, toca aceptar que no todas las relaciones están hechas para durar toda la vida. Entender esto no significa renegar de lo vivido, sino reconocer que hay etapas y personas que, por muy valiosas que hayan sido, cumplen su ciclo.

En su famosa obra El Principito (1943), Antoine de Saint-Exupéry escribió algo que conviene recordar:

“Es una locura odiar a todas las rosas porque una te pinchó. Renunciar a todos tus sueños porque uno de ellos no se cumplió. Perder a un amigo porque uno te falló.”
(El Principito, Antoine de Saint-Exupéry, 1943, pág. 93)

Aquí no se trata de culpar ni de borrar el pasado: más bien, invita a conservar el cariño por las rosas, los sueños y las amistades que sí valieron la pena, aun cuando alguna herida haya dejado una espina.

A veces deseamos cerrar la puerta con furia o resentimiento, Sin embargo, también está bien despedirse con gratitud: agradecer los instantes compartidos, aunque ya no volvamos a vernos, ni a reír juntos, Porque todo eso valió la pena. ¿Sabes por qué? Porque lo que vivimos con esa persona fue real. Y lo real siempre deja huella. En lugar de aferrarnos al enojo, podemos honrar lo bueno que hubo, aprender de lo malo y seguir adelante sin rencores.

Hoy escribo este texto como quien hace las paces con el pasado: con todos esos amigos que en algún momento me hirieron o a los que yo herí. No pretendiendo revivir el dolor, sino liberándome de él, cerrar esos ciclos y abrir un espacio a los nuevos que vendrán. Porque para crecer, a veces es necesario soltar.

Y solo me queda decirles: Buen viaje. Gracias por todo.