Si él te, él se tomará; entonces no tendría razón para permanecer allí, acomodada en el diván de terciopelo carmesí, contemplando al hombre de trémula firmeza que en su asiento bajaba su quepis al son de su sonrisa. Observó al hombre por algún tiempo, conociendo las cuencas brunas de su rostro, picos de angustia y las afables palabras que solía producir su lengua, las cuales le eran tan despreciables como el sol al mediodía. Conocía al hombre de un tiempo atrás, estando involucrada en un altercado que la tuvo al borde del peligro. En ese momento se encontraba vulnerable entre varillas de acero y un suelo polvoriento del cual pretendía escapar; sin embargo, antes de poder cumplir su cometido, fue encontrada por el hombre que, con palabras afables, se ofreció a brindarle ayuda, aun si no le fuese requerida. Sin mucha opción, un poco fastidiada, se dispuso a colaborar con el hombre para salir de su cautividad, la cual, por fortuna, pudieron alcanzar, aun si sus opiniones distaban de similitud. Pensando en ello, se encontró soltando un sonoro suspiro, dejándose caer con fuerza contra el espaldar de su diván, cruzando sus brazos vestidos de lino fino.
—¿Me es permitido conocer la razón detrás de su presencia en mi hogar, teniente? —preguntó al teniente con severa molestia, mientras tomaba con dureza la taza floreada de la mesa decorada, observando con detenimiento la postura erguida que mantenía el hombre frente a ella, que arrugaba las esquinas de sus ojos con suma incógnita. Ante la críptica mirada, se inclinó levemente en su acolchado diván, desviando sus ojos hacia la bebida translúcida en su taza, que humeaba con sutileza entre sus manos tibias; a su vez, una breve risa le hizo subir su mirada.
—Sabe bien que no pretendo incomodarla con mi presencia, solo deseo conocer cómo se encuentra —respondió con ligereza el hombre, tomando a su vez un libro de tapa dura y hojas limpias que con sus manos delgadas sutilmente acariciaba. Con aparente serenidad, el hombre buscó su mirada y, con breves destellos divertidos en sus ojos, dejó al silencio impregnar la sala, inclinando a su vez su rostro hacia el libro de bordes dorados y letras cursivas que yacía en sus manos, aquellas manos cubiertas de tela blanquecina. Sintiendo sequedad en su boca, llevó la taza fina a sus labios, tomando un sorbo del sabor meloso de su té, que ardía en los pliegues de sus labios.
—Si deseaba conocer mi estado, pudo haber enviado una carta, a menos que su tinta se haya secado, tal como sus excusas; dígame entonces, ¿qué pretende aquí? —vociferó el hombre de uniforme verde, golpeando levemente con la base de su taza el plato de fina vajilla que se encontraba en la mesa, mientras observaba con ojos inquisitivos los labios sonrientes del teniente, que se afinaban con la ligereza de un bailarín. Pasados algunos segundos, su acompañante, con sencillos movimientos, tomó la taza que frente a él humeaba, tomando pequeños sorbos del líquido translúcido que contiene. Entrecerró sus ojos ante la aparente indiferencia que este brindó a su pregunta y el velo de gozo que rodeó sus ojos al saberlo, airando tanto su corazón como su mente.
—Nada que no haya hecho antes, usted lo sabe… Deseo su cercana amistad y su consejo, como siempre ha sido. —Continuó el hombre con sus templadas palabras, topando la porcelana en el plato florido de la mesa, procediendo a reclinarse en el mueble verdoso, golpeando a su vez el libro tosco en su regazo, desviando su mirada hacia la ventana con aire risueño en sus ojos fatigados. Ante su mirar, sintió la incomodidad picar en su piel y la ira avivarse ante el combustible de sus acciones, aun si conocía la perfecta ironía que componía su persona y de la cual, en su vulnerabilidad, acudió a ella con tal de encontrar respuesta.
—¿Se refiere usted al capitán, teniente? —preguntó secamente, afinando su mirada y frunciendo sus cejas, suponiendo la razón por la cual estaba allí, recordando con viveza la nariz respingada de un hombre austero junto a los lisos cabellos del teniente, con expresión roma. Cerró con fuerza sus manos, pisando a su vez el piso alfombrado de su sala, conociendo aquel barullo que tanto les acomodaba y que tanto apretaba su garganta.
—Tan inteligente como siempre es usted, sin embargo, me temo que no es el propósito. —Sin mucha duda, el teniente respondió juguetonamente, mostrando una sonrisa superflua, que arrugaba las esquinas de sus ojos, desbordados de tristeza. Se detuvo en su contemplación, conteniendo las airadas emociones que pesaban en su mente, encontrando nuevamente la viva imagen de una farsa, de la evidente presunción con la que este hombre se comportaba.
—Usted no cambia, ¿no es así? —No pudo evitar reclamar, irguiéndose con brusquedad mientras estrujaba los dedos que se aguardaban en sus manos. Sostuvo su mirada ante el hombre que tanto le amargaba; él, a su vez, con su común indiferencia, se limitaba a mirarla con quietud, tocando a su vez la tapa dura del libro en su regazo. Por un instante sintió que el silencio los envolvía y que el humo en la habitación se esfumaba con el ligero viento. Unas continuas campanadas del reloj colgando les siguieron.
—No está en mi criterio saberlo —respondió él con seguridad medida, inclinando su mirada hacia la mesa donde la taza de té reposaba, escondiendo su anterior sonrisa y voluble tristeza, sacudiendo con dejadez las migajas que su pregunta había dejado en él. Volvió a recostarse en su diván, golpeando con fuerza su espaldar, sintiendo la burla encandilarse en su ser, desviando su mirada al antiguo reloj de la habitación, enfocándose en la campana dorada que se mecía. Algunos minutos pasaron, mientras cruzaba sus brazos y tamborileaba el piso con sus tacones verdes, cuando finalmente el reloj resonó al marcar las once.
—Oh, mire usted, ya son las diez; debería retirarme, gracias por su tiempo, vendré a verla en otra ocasión, por favor, cuídese y… no agobie su mente. —Señalando con leve sorpresa la hora, el teniente se dispuso a recoger con cuidado su quepis para luego acomodarlo en su opaco cabello; entonces buscó sus ojos con una leve curvatura en sus pálidos labios, para luego dar una leve reverencia en forma de cortesía y salir sin demora de su casa. Tras su salida, se detuvo a contemplar la taza vacía en la mesa, sin sobra alguna del té en su curvatura; tomó entonces la taza y, con labios afinados, se dispuso a estrujarla. No importaba cuánto pasará, su sentir aún no cambiaba.






